jueves, 2 de diciembre de 2010

Desacostumbrémonos

Clap, clap. Clap. Clap. Clap.

Sus pisadas sonaban casi estruendosas en la fría noche. Una noche congelada.

Sonaban, provocando más ruido y más eco de lo habitual. Ambos lo estaban pensando a la vez, mirándose con atención los pies, exhalando nubes blancas de aliento congelado. Pareciendo un par de fumadores compulsivos incapaces de levantar la vista del suelo.

Si al menos estuvieran fumando, tendrían una tonta excusa para no entablar conversación, pero no era así. Tampoco se les había congelado la lengua. Callados por completo. Creando un silencio letal, un silencio incómodo e inexplicable, que pitaba en los oídos y revolvía el estómago. Buscando con prisa algo que decir y desechándolo a los pocos segundos, pero sin el miedo ni el cosquilleo de hace meses, para qué, ya da igual. ¿Daba igual? Ya lo creo que daba igual. Las miradas cansadas de hace un rato en la habitación de ella no habían dejado lugar a dudas, y la llamada de esa tarde (¿Nos vemos? Va ¿Dónde? Donde siempre. Vale. Hasta luego) no podían ser otra cosa que los preliminares, el olor a húmedo de antes de llover. La voz apesumbrada. El evitar mirarse a los ojos.

Joder, joder, joder -pensaba ella- Otra vez. Otra historia que parece diferente y acaba siendo como las demás anteriores. La misma mierda de siempre. Que si ahora dejaremos de hacernos caso, que si ignoraremos cada vez más la existencia del otro, pasaremos semanas y semanas sin hablarnos y un buen día… ¡ey, tía! ¿qué es de tu vida?. La mayor suequedad del mundo, un par de falsos que se cansaron de jugar a sentirse bien el uno con el otro. Tengo que ahorrarme todo este teatro, esta vez no voy a soportarlo. Dios, quiero salir corriendo de aquí YA.


- Oye, que… -soltó frenando de repente, debilitando el coro de pisadas- …que lo siento mucho de verdad, pero no te voy a acompañar a casa. Soy tan tonta que he bajado sólo con esta chaquetilla y… me estoy congelando. ¿Te importa?

Su mirada entre interrogante y desesperada intentaba por todos los medios resultar convincente. Ójala tuviera ganas de acompañarle, ójala quisera retenerle como el secuestrador hace con su rehén, en una habitación, horas y horas… como antes. Mierda, esto no es justo.

Él no sabía que no pensaba ir a casa, sino a dar un largo paseo y a ponerse el tema Semilla en la tierra de Carlos Chaouen en mode repeat hasta agotar la batería del mp3. Y a maldecir en voz bajita. Y a dar patadas a las piedras.

Pero para su asombro, él estaba tranquilo. Sereno.

- No te preocupes. – la miró fijamente a los ojos, por primera vez en toda la noche. Miró al cielo, como intentando distraerse- Bueno… -sonrió y volvió a mirarla- cuídate. Cuídate mucho, ¿vale? – posó la mano sobre su hombro izquierdo y se lo apretó fuerte- Hasta la próxima.

Se dio la vuelta y siguió caminando. Ella, con los ojos como platos, ni había emitido un sonido.

Ostras…¡él también lo sabía! Y en vez de hacerse el sorprendido me ha seguido el rollo… -comenzó a caminar en dirección a su casa, pensativa - por lo menos nos ha ahorrado el tener que fingir.

Sacó el mp3 del bolsillo de la chaqueta y comenzó a desenrollar el cable de los auriculares con rapidez, provocando que se enredaran aún más- Mecagüen….- empezó a pelearse con el lío de cables, cada vez más furiosa, hasta que…


BIP, BIP, BIP!

Saca su móvil del bolsillo. Un mensaje nuevo. De él. Lo abre despacio.

"Mira debajo de tu almohada".


¿Qué..? ¿Por qué? Hoy no me entero de nada…

Echó a andar, cada vez y más rápido.

¿¿Debajo de mi almohada??

Y luego corrió, y llegó en poco más de un minuto a su portal. Subió a su casa comida por la impaciencia, llegó a su habitación, levantó la almohada… Un sobre, con una carta en su interior. Lo abrió y comenzó a leer…


Carta para el día en que nos acostumbremos.

Ésta es la carta para el día en que el frío nos pueda. Sí, cuando sepas quién llama y no lo quieras coger.

Cuando nuestros gestos sean una coreografía estudiada y practicada hasta la saciedad y la pereza no nos deje contemplar alternativas. Para el día en que tengamos que obligarnos a las caricias, limitados al respeto, por mera complacencia, con las manos pesadas y los dedos fríos. Para el día en que resoplemos cuando hablemos de vernos, pero lo disimulemos cara a cara como el mejor actor.

Para el día en que lleguen las excusas, las falsas prisas y los cuentos chinos. Cuando notemos el silencio agazapado en la garganta, y pese, y ahogue, y nos dé ganas de salir corriendo cada uno en distinta dirección… para estar solos, y echarlo todo, gritárselo al aire, maldiciendo el día en que la rutina se coló sin que te diras ni cuenta. Sin que nos diésemos cuenta.

Cuando sintamos el deber de dar explicaciones, por esto, por aquello (las gilipolleces de siempre), por lo que todo el mundo considera importante. Cuando nos sorprendamos asumiendo un rol que no habíamos elegido. Cuando ya no volemos con los pies en el suelo. Cuando ya no exista la emoción de encontrarse en cualquier lugar. Ni las miradas furtivas. Ni impulsos. Ni locuras. El día en que lo típico nos trague enteritos, de pies a cabeza, te voy a pedir una cosa: CORRE.

Corre más rápido que todos los tópicos, y no te des prisa en volver, porque no te pediré que lo hagas. No te esperaré y en el fondo sabré que volveré a verte. Cojamos cada uno un camino distinto y probemos a tropezarnos con las piedras que nos vayamos encontrando, no dejemos nada sin hacer, quememos noches, bares, portales, ascensores, camas, sofás y parques; y dejemos que el azar decida cuándo nos encontraremos.

Y cuando nos veamos venir de lejos, que se manifieste el repiqueo del estómago, que nos miremos fijamente, conociéndonos y a la vez siendo dos desconocidos que han aprendido la misma lección.

No, no te acostumbres a mí. Ni a mis gestos, ni a mi cara, ni a mi voz. Ni a mi mundo.

Volvamos a ser esos colegas de banco, pei y cerveza. Y hagamos como antes de empezar, reprimamos el deseo espontáneo y reservémoslo hasta que llegue la hora de echar de menos el encendernos con las manos, el contacto de los labios, el redoble de mirarse a los ojos intentando adivinar las intenciones.

No sé, quizás es mi miedo a volver a sentir aquello de “la cosa se ha jodido”, quizás porque sería una de tantas veces que dejo que la resignación me invada y se cargue la ilusión de empezar de nuevo.

Quizás porque pienso que sería una pena aceptar algo normal contigo, cuando a tu lado las etiquetas y denominaciones estándar acaban en la basura, y lo que somos o dejamos de ser lo decide un comecocos de papel.

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Y se quedó mirando un rato por la ventana, cuando consiguió levantar la vista del folio.

Inmóvil. Inexpresiva.

De pronto, se sacó el móvil del bolsillo y comenzó a escribir.

"Acabo de echar a correr"

Y tras enviárselo salió de la habitación, con la sonrisa pintada en la cara, dispuesta a verse una película de esas de llorar a moco tendido… por llevarse un poco la contraria, por qué no.


Pero con esa sensación de calor por dentro, esa seguridad de saber que esta vez… no, esta vez no es como las demás.


(Y cuando el frío te pueda… escúchala)